El renuncio de la vida
25 de Enero de 2016
Sentado en la octava mesa del local, fumando un cigarrillo, pensaba en ella. Miraba a la camarera y me daba cuenta que no sentía lo mismo que antaño: era otro hombre.
Mi vida había cambiado.
Tomando un café, resistiendo la tentativa de una dorada, escuchaba los sarcasmos de mi compañero sobre cómo me había echado novia tan pronto. No quería contrariarle pero la tenía dentro de la cabeza y no podía salir.
Por eso lo hice.
Y no me arrepiento puesto que era lo único que podía haber hecho.
Pero tuvo que salir mal por culpa de mi compañero.
Ahora nunca podré quitarme este peso de encima.
Saliendo del local, tomamos la dirección contraria a la usual, camino a ninguna parte. Por el sendero oscuro que conducía a un callejón nos encontramos un pobre que pedía limosna. Al vernos el rostro me reconoció pero no dijo nada o yo no estaría aquí.
Continuamos el retorcido entrecruce de calles, callejones y demás plazas desiertas hasta dar con el cuartel.
Nos esperaban.
Quise dar marcha atrás en el tiempo, borrar la horrible sonrisa de su cara, hacer que nunca tuve nada que ver con ella pero hice frente al sudor que me recorría la mente, me lo sequé y entré en la casa.
Lúgubre y pobre era la habitación donde nos dejaron y sin ventilación. Parecía que habían pasado años sin haber sido habitada pero mantenía intacto el color de la pared. Supe entonces dónde nos encontrábamos.
Y llegó el momento, mi jefe, mi padre.
Nos habló duramente por no haber cumplido el objetivo pues ella seguía con vida.
Yo le increpé mientras mi compañero acudía al encuentro.
"Un accidente de moto. Bomberos. Policía. Ambulancias. Las noticias lo recogían todo. Ella se pudo librar".
Noté un golpe seco y lo siguiente que recuerdo, voces en un hospital.
Tenía un hematoma en el cerebelo que me impedía normalizar mi cuerpo a cambios de tiempo.
Dos semanas más tarde habría cambiado mucho el tiempo, por lo cual el médico me vaticinó diez días, a lo sumo.
Al tercer día me dieron el alta y me dirigí donde vivía ella.
Cuando me vio se echó a mis brazos llorando. Me dijo que me amaba y quería casarse conmigo.
A punto de estallar de rabia le conté todo lo que en verdad pasó aquel día. Esperaba una negativa o un rotundo rechazo por su parte, cuando ella se puso a llorar. Me perdonó, pues me quería demasiado como para enfadarse conmigo.
Desde aquí recuerdo la expresión de su cara momentos antes de morir.
Fue delicioso ver cómo se retorcía de dolor, suplicaba clemencia y me rogaba que la dejase vivir.
Pero no dijo nada más, quizá le faltó la respiración en el último momento.
Me absolvieron en la hermandad aunque me quedaban dos horas de vida.
Puesto a saldar mis cuentas, cogí el revólver, me acerqué a mi padre y lo maté a bocajarro, sin ningún miramiento.
Acto seguido me cogieron y me apalearon.
En la autopsia había muerto por paro cardiaco.
Escrito en Noviembre de 1997