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jueves, 11 de agosto de 2016

Inmortales 2 - El ladrón

El ladrón

11 de Agosto de 2016

Me llaman por muchos nombres. Eso quienes me han llegado a conocer, que han sido miles.

Desde que era pequeño me dediqué al trueque o intercambio para sobrevivir. En mi aldea era necesario saber negociar para alcanzar lo que uno quería. Y nadie me enseño ese arte mejor que mi padre.

Mi padre era un errante que pasó gran parte de su vida entre aldeas. Aprendió a intercambiar lo que no necesitaba por otras cosas de mayor valor. Y lo hacía con un arte increíble: ellos se llevaban cosas que apenas iban a utilizar mientras que mi padre conseguía comida para varios días y objetos de real valor.

Cuando mi padre murió seguí con el negocio del trueque y me aventuré a las aldeas vecinas. Descubrí que las carencias no sólo se daban entre vecinos sino también entre regiones. Objetos casi desechables en mi aldea cotizaban un valor alto dos aldeas más al norte mientras que los objetos decorativos eran imprescindibles en la aldea del Alto Monte.

Así dediqué mi vida a recorrer la gran región entre los ríos y las montañas y traficando con todo lo que podía llevar encima, sabiendo de antemano qué podría dejar en cada lugar.

Hasta el día en que quedé varado en el camino de la montaña.

Gracias a que mi bien más preciado era el alimento, pude subsistir durante días. Pero no toda una vida.

Cuando ya me encontraba con apenas fuerzas para ponerme en pie, un carro que se dirigía a las montañas se acercó y se paró ante mí. El carro iba tirado por una bestia del campo y no dirigido por la mano del hombre. A quien sí dirigía esa mano era a la bestia mientras él descansaba sobre un saliente de su carro.

Del mismo saliente se apeó un joven gallardo, de alta mirada y bien parecido. Se acercó a mí y, extendiendo su mano, dijo:

- ¿Necesita ayuda, viejo?

Yo alargué poco a poco mi brazo hasta que su mano cogió la mía con intención de ayudarme a levantar. En ese momento noté un vacío en mi interior, como si fuera succionado.

Y tal como llegó, se fue.

De repente me encontré de pie delante de un viejo, con la mano alargada como para ayudarlo pero soltando la de él. El viejo quedó sin habla, perplejo ante mí.

Me miré de arriba a abajo y vi que mi cuerpo era esbelto, como el del muchacho que se paró ante mí.

Me sentí dentro de ese cuerpo.

Asustado, corrí hacia el carro, subiéndome a ese cómodo saliente, y jaleé a la bestia para que me llevara a ninguna parte.

Desde entonces y por siglos, he "saltado" al cuerpo de muchos otros, que me llaman de muchas formas.

La mayoría de veces, el nombre que más utilizan es el de Ladrón.

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