El desconocido
25 de Agosto de 2016
Bajo la cremosa espuma de un cappuccino se entreveían sus labios, torpes al sorber mas impacientes por catar tan generosa bebida capaz de alegrar, aun en apariencia, la expresión más sombría.
Intentó alzar la vista para encontrarse con alguna mirada que le inspirase confianza; escudriñó cuanto pudo entre mil pares de ojos hasta que le encontró.
Allí estaba él, esperándola, con las manos dentro de los bolsillos de un pantalón que complementaba a una americana raída y ajada sobre una camisa de vistosa antigüedad. Una barba que tiempo llevaba sin conocer maquinilla alguna se descubría en un ancho y coloreado rostro, siempre a causa de un consumo nada moderado de alcohol.
Se levantó, pues, de la silla donde descansaba en aquella cafetería y se dirigió rauda al encuentro de semejante individuo. En los ojos de él se reflejaban dos estrellas que, sin bajar del cielo, se iluminaban en su máximo esplendor.
Al llegar al encuentro del desconocido, más para cualquiera que para ella misma, aminoró el paso hasta quedar parada a un metro escaso enfrente suyo. Ella bajó un poco la cabeza alzando los ojos para encontrarse con los de él. Él, a su vez, se ruborizó al ver su mirada fija en él. Mutuamente se miraron y el tiempo pareció alejarse de ese espacio que ambos ocupaban.
Ninguno de los dos oía las insistentes alarmas conectadas para salvaguardar, o intentarlo al menos, los grandes comercios. No veían el ir y venir de constantes turistas, buscando el mejor camino para visitar la ciudad en el menor tiempo posible. No sentían en sus mejillas las primeras anunciantes gotas de una lluvia próxima a regar la inmensidad de la ciudad. No llegaron a darse cuenta del olor a chocolate caliente que tanto agrada a niños y mayores tomar con churros recién retorcidos y azucarados.
Tampoco disfrutaron de la maravillosa y sensual danza de unas hermosas bailarinas que movían su cuerpo al compás de la música.
Simplemente, sólo existían ellos dos en ese pequeño espacio.
Cuando parecía que se habían transformado en dos perennes estatuas, ella dijo:
- ¿Me podrías dar fuego, por favor?
Intentó alzar la vista para encontrarse con alguna mirada que le inspirase confianza; escudriñó cuanto pudo entre mil pares de ojos hasta que le encontró.
Allí estaba él, esperándola, con las manos dentro de los bolsillos de un pantalón que complementaba a una americana raída y ajada sobre una camisa de vistosa antigüedad. Una barba que tiempo llevaba sin conocer maquinilla alguna se descubría en un ancho y coloreado rostro, siempre a causa de un consumo nada moderado de alcohol.
Se levantó, pues, de la silla donde descansaba en aquella cafetería y se dirigió rauda al encuentro de semejante individuo. En los ojos de él se reflejaban dos estrellas que, sin bajar del cielo, se iluminaban en su máximo esplendor.
Al llegar al encuentro del desconocido, más para cualquiera que para ella misma, aminoró el paso hasta quedar parada a un metro escaso enfrente suyo. Ella bajó un poco la cabeza alzando los ojos para encontrarse con los de él. Él, a su vez, se ruborizó al ver su mirada fija en él. Mutuamente se miraron y el tiempo pareció alejarse de ese espacio que ambos ocupaban.
Ninguno de los dos oía las insistentes alarmas conectadas para salvaguardar, o intentarlo al menos, los grandes comercios. No veían el ir y venir de constantes turistas, buscando el mejor camino para visitar la ciudad en el menor tiempo posible. No sentían en sus mejillas las primeras anunciantes gotas de una lluvia próxima a regar la inmensidad de la ciudad. No llegaron a darse cuenta del olor a chocolate caliente que tanto agrada a niños y mayores tomar con churros recién retorcidos y azucarados.
Tampoco disfrutaron de la maravillosa y sensual danza de unas hermosas bailarinas que movían su cuerpo al compás de la música.
Simplemente, sólo existían ellos dos en ese pequeño espacio.
Cuando parecía que se habían transformado en dos perennes estatuas, ella dijo:
- ¿Me podrías dar fuego, por favor?
Escrito el 22 de Septiembre de 2005
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