Dedicado a las Supernenas y a Ortiga
María, Nuria y Vanesa eran tres hermosas damiselas, tres hermanas que vivían la vida lo mejor que podían. Gozaban de buena salud, se llevaban bien entre ellas y en el amor ... bueno, en el amor, las tres compartían la pena de no tener a nadie a su lado.
Pretendientes no faltaban; admiradores, un millar.
Habían conocido lo mejor de toda la región: príncipes, marqueses, condes, duques, generales de batalla, banqueros. Pero las tres coincidían en lo mismo: no eran lo suficientemente buenos para ellas. Ellos sólo pensaban en el dinero, en el poder, en la riqueza y en los lujos de la vida.
Ellas necesitaban cariño, ternura y sentirse amadas.
Cierto día llegó a la ciudad un apuesto y elegante caballero descendiente de una rica y poderosa familia de renombre, para hacer negocios en la ciudad. El padre de las hermanas no lo dudó ni un instante y le invitó a su casa para celebrar un banquete. Si cabía la posibilidad de casar una de sus hijas con tan noble personaje, las otras dos no tendrían dificultad para encontrar otro caballero, aunque fuera de tierras lejanas.
El caballero aceptó la invitación y fue aquella noche acompañado de sus tres fieles escuderos, con la condición de que los mismos se sentaran a la mesa con él.
El padre de las hermanas no puso ningún impedimento, pues aun creyendo en la diferencia de clases, siempre le había gustado cenar con gente del pueblo para sentirse cercano a ellos y compartir el don de la discusión.
Cuando todos estuvieron presentes, se sentaron a la mesa: el anfitrión y el caballero, en extremos opuestos; a la derecha del caballero, sus tres escuderos, de menor a mayor; a la derecha del anfitrión y enfrente de los escuderos, las hermanas, también de menor a mayor.
María tenía enfrente suyo al más joven de los tres. Su rostro era el vivo reflejo de la juventud, sus ojos desprendían pasión.
Nuria observaba al mediano de ellos, un joven con cuidado bigote y pausado en sus frases.
Vanesa estaba enfrente del mayor de los tres, con recia tez mostraba que había aprendido de la vida lo suficiente como para compartirlo con alguien.
Mientras el banquete duró, la conversación principal giraba en torno al caballero y las tres solteras. El apuesto galán prefería buscar y comparar antes de declinar su vida a una mujer, quería estar seguro de su elección.
Las tres hermanas apenas quitaban ojo del caballero, sentado enfrente de su padre, un hombre que podía ser visto desde tres perspectivas diferentes, desde tres miradas deseosas de él.
Terminada ya la cena y casi la velada en general, el caballero se dirigió a los allí presentes con las siguientes palabras:
- "
Sir, vos habéis sido un excelente anfitrión, aun cuando vuestras intenciones traicionado le han, pues de lejos se sabe que a sus hijas casar quisiera. Por no decepcionar a las muchachas les ofreceré a cada una uno de mis mejores y más fieles escuderos: ellos serán quienes puedan dar a estas hermosas damiselas lo que yo jamás podré".
Dicho esto, y una vez deliberado entre el padre y sus tres hijas, aceptaron que María se casaría con el más joven, Vanesa con el mayor y Nuria con el mediano, vaya, con el que restaba por casar.
Los siguientes dos años fueron un continuo intercambio de amor y de pasión entre las hermanas y sus respectivos maridos, cada cual en la tierra de la cual era amo.
En esos dos años largos pasó el tiempo y más parecía que el que habían vivido, pues a medida que eran obsequiadas por halagos, alhajas y amores, eran también asediadas con engaños, mentiras y falsas promesas.
Día a día se sentían tanto amadas como odiadas, enclaustradas en el castillo sin poder salir.
Como viera el padre que a las tres perdió de vista, quiso otra vez invitar a tan amable y noble caballero para que con él vinieran tanto sus escuderos como sus propias hijas. Y así fue que, después de dos años, se volvieron a ver las tres hermanas y su padre.
Tanto el padre de las hermanas como el noble caballero diéronse cuenta del estado ultrajado de las muchachas, ahora esposas.
Vino el noble a hablar con sus, hasta ahora, más fieles escuderos y en quienes había dejado a sus manos a tan frágiles criaturas, y explicaciones les requirió.
Al no hallar convicción en las palabras de ninguno, invocó, ante el asombro de los presentes, al hada Olga, portadora de la felicidad.
- ¿Qué queréis, mi buen noble?
- Penitencia por haber empujado a estas tres criaturas en brazos de estos tres desalmados.
- ¿Y por qué iba yo a concederos más penitencia de la ya cumplida?
- Porque mi mayor pesar es haber vuelto a fallar a alguien, aun sin yo saberlo.
- Buscaba yo aquel acto que os liberara de vuestro castigo y al haber intentado hacer una acción de buena fe, aun saliendo mal, e intentar enmendar el error castigándoos a vos mismo, os merecéis dejar de pagar por vuestros errores.
Y, dicho esto, el noble caballero desapareció para convertirse en tres apuestos príncipes, hermanos ellos, castigados antaño por haber sido crueles con sus semejantes.
A su vez, los tres escuderos se convirtieron en grotescos cerdos con la marca del reino de los príncipes tatuada en sus lomos.
- Y ahora, que la felicidad llene vuestras vidas pues merecida la habéis.
Y se encontraron las tres hermanas desposadas con los tres príncipes, y vivieron el resto de sus días la mejor aventura de amor de todos los tiempos.