15 de Febrero de 2014
- CAPÍTULO SEGUNDO -
Mientras esperábamos el metro encendí un cigarrillo. El metro estaba abarrotado de gente cuando cogimos el vehículo que nos transportó desde la Plaza de Urquijo hasta el Centro.
Observé la gente que estaba alrededor y me fijé en un hombre de unos cuarenta y cinco años, pelo gris, andar tranquilo, vestía unos pantalones oscuros con zapatos marrón claro. Las uñas de ambos meñiques eran largas y puntiagudas. Llevaba una cazadora marrón oscuro con puños y cuello de cuero. Usaba gafas y portaba una corbata que cerraba el cuello de una camisa de seda color granate claro. Un reloj con cadena de piel se mostraba en su muñeca, fuerte por el trabajo de muchos años. Conversaba con su familia ajeno a su observador. Estaba preocupado. Igual que el resto de la gente. Apenas había movimiento y, sin embargo, la gente no paraba de desplazarse desde origen a destino.
Un silbido algo estridente anunció la inminente llegada del convoy. La gente comenzó a amontonarse cerca del precipicio que dirigía a las vías.
Se abrieron las puertas con metódica precaución, pues un espacio separaba el vagón del andén y la gente se hallaba aprisionada, y nos dispusimos a entrar cuando una ola de indescriptible calor nos azotó la cara con la fuerza de varios ciclones. Ya dentro ocupamos un par de asientos libres en espera de la aulladora llamada anunciando la inminente salida. Nos dispusimos, pues, a llegar donde debíamos ir, con calma y paciencia.
Sobre la marcha, una rubia de aspecto frágil y gran cariño por los niños, unos veintidós o veintitrés años, facciones regulares y expresión sombría, nos preguntó acerca de una parada. Cortésmente, pero, le dije que no teníamos intención de conversar en aquellos momentos pues teníamos la mente en otra parte. Ella se disculpó amablemente. “No tenía que haberlo hecho”, pensé en aquel momento.
Durante varias paradas la gente iba y venía. Nadie sabía con exactitud qué buscaba. Nosotros estábamos llegando a nuestro destino.
- La siguiente es la nuestra.
- Lo sé –contesté.
- ¿Sabes? Hace tiempo que no vamos a tomarnos unas copas por esos bares de abajo. ¿Mañana?
- Si no surge ninguna complicación me gustaría. Debes sentirte orgulloso. ¡Alguien podrá sacarte dinero sin que le vayas a denunciar!
- No creo que lo vaya a hacer. Una persona como yo le…
- Lo siento, es nuestra parada.
- Usted primero, señora –le ofreció a una señora mayor.
- Gracias, chico –respondió la señora.
- Una buena acción para un buen personaje como tú –inquirí- No suele haber mucho muchacho como tú últimamente.
- Gracias, pero para ti soy tan hombre como tú.
- Quizá con una paliza de más.
Saliendo y esquivando los golpes de Carlos nos cercioramos que la policía urbana estaba dentro del metro. Una extraña acción para un cuerpo tan urbano. Si fueran los nacionales no extrañaría tanto pero los tiempos cambian. Estaban investigando a todos los que entraban. Buscaban algo. Le dije a Carlos:
-Corre, tengo un presentimiento.
Corrimos a lo largo del interminable pasillo para salir al exterior. Llegamos al Centro entre zancadas y carreras. Un policía me dio un codazo. Había un cordón policial.
Observé la gente que estaba alrededor y me fijé en un hombre de unos cuarenta y cinco años, pelo gris, andar tranquilo, vestía unos pantalones oscuros con zapatos marrón claro. Las uñas de ambos meñiques eran largas y puntiagudas. Llevaba una cazadora marrón oscuro con puños y cuello de cuero. Usaba gafas y portaba una corbata que cerraba el cuello de una camisa de seda color granate claro. Un reloj con cadena de piel se mostraba en su muñeca, fuerte por el trabajo de muchos años. Conversaba con su familia ajeno a su observador. Estaba preocupado. Igual que el resto de la gente. Apenas había movimiento y, sin embargo, la gente no paraba de desplazarse desde origen a destino.
Un silbido algo estridente anunció la inminente llegada del convoy. La gente comenzó a amontonarse cerca del precipicio que dirigía a las vías.
Se abrieron las puertas con metódica precaución, pues un espacio separaba el vagón del andén y la gente se hallaba aprisionada, y nos dispusimos a entrar cuando una ola de indescriptible calor nos azotó la cara con la fuerza de varios ciclones. Ya dentro ocupamos un par de asientos libres en espera de la aulladora llamada anunciando la inminente salida. Nos dispusimos, pues, a llegar donde debíamos ir, con calma y paciencia.
Sobre la marcha, una rubia de aspecto frágil y gran cariño por los niños, unos veintidós o veintitrés años, facciones regulares y expresión sombría, nos preguntó acerca de una parada. Cortésmente, pero, le dije que no teníamos intención de conversar en aquellos momentos pues teníamos la mente en otra parte. Ella se disculpó amablemente. “No tenía que haberlo hecho”, pensé en aquel momento.
Durante varias paradas la gente iba y venía. Nadie sabía con exactitud qué buscaba. Nosotros estábamos llegando a nuestro destino.
- La siguiente es la nuestra.
- Lo sé –contesté.
- ¿Sabes? Hace tiempo que no vamos a tomarnos unas copas por esos bares de abajo. ¿Mañana?
- Si no surge ninguna complicación me gustaría. Debes sentirte orgulloso. ¡Alguien podrá sacarte dinero sin que le vayas a denunciar!
- No creo que lo vaya a hacer. Una persona como yo le…
- Lo siento, es nuestra parada.
- Usted primero, señora –le ofreció a una señora mayor.
- Gracias, chico –respondió la señora.
- Una buena acción para un buen personaje como tú –inquirí- No suele haber mucho muchacho como tú últimamente.
- Gracias, pero para ti soy tan hombre como tú.
- Quizá con una paliza de más.
Saliendo y esquivando los golpes de Carlos nos cercioramos que la policía urbana estaba dentro del metro. Una extraña acción para un cuerpo tan urbano. Si fueran los nacionales no extrañaría tanto pero los tiempos cambian. Estaban investigando a todos los que entraban. Buscaban algo. Le dije a Carlos:
-Corre, tengo un presentimiento.
Corrimos a lo largo del interminable pasillo para salir al exterior. Llegamos al Centro entre zancadas y carreras. Un policía me dio un codazo. Había un cordón policial.
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